martes, octubre 16, 2018

San Romero de América, la voz de los sin voz

Por Guillermo Mejía

Sentimos en el ambiente el impacto de la canonización del llamado popularmente San Romero de América o “el salvadoreño más universal”, pues es un hecho trascendental que tuvo que superar una carrera de obstáculos gracias a las fuerzas conservadoras reacias a la consagración del obispo mártir, asesinado por un francotirador, el 24 de marzo de 1980.

El reconocimiento del primer santo de El Salvador por el Vaticano tras gestiones del Papa Francisco, quien también eligió al obispo Gregorio Rosa Chávez como el primer Cardenal de la historia nacional, debemos entenderlo como un justo reconocimiento al trajinar de esa iglesia que no cerró los ojos ante la injusticia.

San Oscar Arnulfo Romero, nacido en Ciudad Barrios, San Miguel, en 1917, cuando fue asesinado por órdenes del mayor Roberto d’Aubuisson, líder emblemático de la derecha, el país estaba a las puertas de la guerra civil y su elevación a los altares se produce cuando aún no se logra una paz firme y duradera.

Casi cuarenta años pasaron desde aquella fatídica tarde que la bala asesina pretendió silenciar a “la voz de los sin voz”, pero al contrario lo inmortalizó y, como dicen los conocedores, ahora es tiempo de que –sin prejuicios- reconozcamos su obra diseminada en cartas pastorales, homilías, su diario personal, libros de autores, en fin una rica producción alrededor de su figura.

El sistema mediático ha sido inundado de materiales alrededor de la figura del “salvadoreño más universal”, inclusive los que en su tiempo lo difamaron y procuraron acallar su voz, sin lograrlo.

Por ejemplo, el poeta y escritor David Escobar Galindo escribió: “En El Salvador, allá a fines de los años 70 del siglo pasado, los relámpagos que anunciaban la conflagración fratricida iban en aumento. Monseñor Romero esgrimía un mensaje de protección a los indefensos, y eso lo ponía al centro de la conflictividad crepitante, porque las furias ideológicas andaban en busca de culpables”.

“Y un disparo dirigido al altar selló el destino de Monseñor. En ese justo momento, cuando la vida terrenal del mártir se extinguía en el lugar sagrado, un soplo de la Providencia inauguraba el nuevo momento en el que pasado, presente y futuro se enlazaban en el abrazo trascendental. Aquel disparo, activado rastreramente por el oído ciego, le abría un tragaluz infinito al más sublime de los destinos: el de la santidad que no tiene fronteras”, agregó.

Por su parte, el jesuita Rodolfo Cardenal, director del centro que lleva el nombre del santo, escribió: “La canonización de Mons. Romero ha despertado la expectativa de la unidad nacional. La aspiración es legítima, incluso necesaria y urgente, porque las barreras que dividen la sociedad salvadoreña se erigen insalvables”.

“Sin embargo, existe el peligro de caer en una unidad superficial de carácter nacionalista que, arrastrada por la emoción, imagina la unidad, mientras los muros que separan permanecen intactos. Mons. Romero denunció la división y señaló el camino para superarla. Un repaso rápido a sus homilías basta para poner realismo en los llamados a la unidad”, advirtió.

Como muestra, según Rodolfo Cardenal, Mons. Romero llamó “a todas las clases sociales [a tomar] como propia la causa del pobre”. La invitación no es “demagogia, no es una división que queremos hacer, una lucha de clases”, porque esa causa es la “causa de Cristo” (18 de noviembre de 1979). Pero la causa de Cristo, inevitablemente, provoca división, “porque no todos comprenden la profundidad de [la] justicia donde están las raíces de la paz y solo quisieran una predicación muelle, suavecita, que no ofenda y que predique una falsa paz” (9 de abril de 1978).

San Romero de América ya está en los altares, pero para el pueblo salvadoreño desde mucho antes ya era su santo. Que de una vez por todas se deje de instrumentalizar la imagen del humilde pastor salvadoreño.

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