jueves, enero 19, 2017

Más deudas que esperanzas a 25 años de firmada la paz

Por Guillermo Mejía

Un estudio de opinión de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas reveló que en más de la mitad de salvadoreños persiste una idea negativa del desarrollo democrático de la sociedad, tras un cuarto de siglo de haberse firmado la paz, y que sería oportuno buscar un nuevo acuerdo que favorezca la unidad nacional.

“La pesquisa reveló que solo una minoría considera que los Acuerdos de Paz se cumplieron mucho (11%), mientras que uno de cuatro cree que fueron cumplidos en algo (24%). Un balance similar se encuentra cuando se consulta de manera específica por algunos de los principales objetivos establecidos en los Acuerdos”, señala el estudio.

Al consultarle a los ciudadanos qué tanto se ha cumplido el objetivo de impulsar la democratización del país, el 66.5% de los indagados asegura que se cumplió poco o nada con ese propósito, mientras solo uno de cada tres cree que la democratización del país se logró en algo o mucho.

“Una evaluación todavía más desfavorable se encuentra cuando se consulta sobre el objetivo de reunificar a la sociedad salvadoreña. El 73.5% consideró que este objetivo se cumplió poco o nada, el 19.6% dijo que se logró en algo, mientras que solo el 6.9% asegura que la reunificación de la sociedad como un objetivo de los Acuerdos de Paz se cumplió mucho”, dice.

“Estos significa que, a 25 años de firmada la paz, la mayoría de la gente señala un pobre cumplimiento de los principales propósitos que buscó aquel proceso de negociación política. En esa misma línea, al preguntar sobre la situación actual del país respecto a hace 25 años, cerca de la mitad de la población (48.3%) asegura que el país está peor que antes, una tercera parte de los encuestados dijo que el país está mejor que antes que se firmara la paz. El grupo que sostiene que el país está peor que antes, lo adjudica principalmente a que hay más violencia y a que hay una nueva guerra con las pandillas (66.4%)”, agrega.

A fin de enriquecer los puntos de vista acerca de tan trascendente hecho histórico para la sociedad salvadoreña, tras 12 años de guerra fratricida con su secuela de sangre y destrucción, presento a continuación las posturas de personalidades del campo periodístico, académico y de las letras:

Veinticinco años después
(Fragmento)

Por Jacinta Escudos

Veinticinco años después todo es diferente, aunque no necesariamente mejor. Al inicio, recién terminada la guerra en El Salvador, vivimos la euforia de la esperanza de un nuevo comienzo, pese a que los acuerdos firmados provocaron en algunos una sensación de pérdida al no realizarse las transformaciones sociales necesarias para solucionar las desigualdades económicas y sociales que perviven en nuestro país, y que fueron, han sido y seguirán siendo la base de nuestros conflictos, el germen de nuestra sempiterna violencia.

Nadie nos advirtió de la dureza y de los peligros de la posguerra. No estábamos preparados para ello. Las esperanzas y las buenas intenciones se diluyeron demasiado pronto. La realidad nos abofeteó día a día. La violencia renació con otros rostros, otros bandos, en otros territorios, con otras consignas. Es una violencia rabiosa, cruel, más inclemente que la vivida en la guerra. Más desesperanzadora porque aparenta no tener objetivo, solución ni final. Un enfrentamiento con trincheras y fronteras invisibles. Un paso en falso y estás muerto.

Veinticinco años después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, no habría que menospreciar o subvalorar sus logros. Examinado en perspectiva, ese evento es un punto coyuntural importante en las transformaciones históricas del país. Pero sería absurdo pensar que a partir de aquello íbamos a ser felices para siempre, como en los cuentos infantiles de antaño, y que todos, absolutamente todos nuestros problemas de país, que son numerosos y complejos, iban a solucionarse de forma rápida y sencilla.

Supongo que se espera que una escritora formule palabras de aliento en un aniversario como este, pero la verdad es que no las tengo. Tampoco voy a repetir las frases que la solemnidad o la corrección política exigen. No las siento. Veo cómo está el país en diferentes aspectos y me entristece mucho. Hay que ser muy mezquino o muy ciego para no sentir preocupación por el estado actual del país.

En vez de decir algo, en vez de balbucear un inútil y falso optimismo, prefiero detener el momento para pensar en los muertos de la guerra, en los desaparecidos, en los niños que fueron vendidos a familias en el extranjero, en los masacrados, en los amigos que murieron, en los indígenas y campesinos asesinados en 1932, en los que se volvieron tan locos que encontraron y encuentran placer en el acto de matar, en Monseñor, en los que siguen muriendo, en los que siguen matando y muriendo, en todos nosotros.

Que la paz nos habite pronto.

(Jacinta Escudos, escritora salvadoreña, es columnista de Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica)

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Esos trillados nuevos acuerdos de paz

Por Irvin Marroquín

Soy de la generación de la postguerra, una generación que nos enteramos sobre las atrocidades cometidas durante la guerra civil a través de la literatura, noticias, internet y los testimonios de los que no formaron parte de esos más de 75,000 asesinados o esos más de 5,000 desparecidos, por decir algunos números.

25 años han pasado desde que se firmaron los Acuerdos de Paz que propiciaron la participación política incluyente real de todos los actores de la época. Entendimientos que permitieron una refundación institucional del Estado. La refundación de un El Salvador que no castigará a la palabra con la muerte, tal cual ocurrió con Monseñor Romero, los jesuitas de la UCA y tantos otros que a través de su voz denunciaron las violaciones a los derechos humanos.

A pesar de ello, en estos 25 años, mi generación ha visto la consolidación de un modelo económico excluyente, un país que expulsa entre 300 y 400 salvadoreños para que en otra nación encuentren lo que no les puede dar su patria, un país en donde se mató a más de cinco mil ciudadanos el año pasado. Hemos visto convertirse en pandilleros a nuestros familiares, vecinos o conocidos, a la fuerza o de manera voluntaria.

A los actores de los Acuerdos de Paz les debemos la renovación del Estado salvadoreño, pero también nos deben a esta generación los problemas actuales y no solo a ellos, sino que a ese poder económico que sigue empecinado en mantener estas estructuras económicas injustas, que ni si quiera permite tener un salario mínimo legal digno para los que trabajan en la formalidad puedan acceder a la canasta básica.

En los Acuerdos de Paz, se dejaron de lado los problemas económicos y sociales, no se podía incluir todo en estos acuerdos. Era una deuda que se debía enfrentar después del conflicto armado, deuda que todavía se mantiene frente a otros problemas que han surgido en este último cuarto de siglo.

En estos 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz hemos visto pasar a un FMLN con un discurso antiimperialista, de justicia social y económica; contra la corrupción y de justicia para las víctimas del conflicto, a un partido en el Gobierno pragmático, tolerante en algunos casos de corrupción y de abandono a las víctimas.

Por otra parte, hemos visto la transformación de un partido ARENA que intenta abanderar la lucha contra la corrupción y criticando la manera pragmática de gobernar del FMLN, cuando por dos décadas hicieron en mayor escala esas acciones que hoy critican.

Desde hace unos años he escuchado esta frase de construir unos nuevos acuerdos de paz, casi siempre en el marco del aniversario de la firma de los entendimientos de 1992. Lo he escuchado tanto, que ya parece un estribillo trillado y no es porque no sean necesarios, sino que simplemente suenan a frases o planteamientos que se deben de hacer solo en esa fecha.

En estos 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz ha surgido nuevamente el planteamiento de unos nuevos entendimientos, los cuales serán organizados por la ONU para buscar soluciones a los problemas reales de El Salvador. Ojalá que esto no sea nuevamente un discurso retórico trillado.

Si eso es no es así, que en estos nuevos acuerdos se escuchen y se atiendan a las personas de las comunidades que sufren la violencia de las pandillas y de los cuerpos de seguridad pública, a los excluidos de este modelo económico; a las víctimas de ese conflicto que siguen pidiendo justicia; y a esta generación.

Para ello, es indispensable que los grupos económicos y políticos de la izquierda y la derecha abandonen sus intereses mezquinos que han propiciado la exclusión económica y política de las grandes mayorías. Si esto no es así, de nada vale ese monumento a la reconciliación y ese concierto a la paz en donde solo fueron invitados unos cuantos.

(Irvin Marroquín, periodista salvadoreño, es director de InformaTVX.com)

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Conmemoración a la desmemoria

Por Rodolfo Cardenal

La finalización de la guerra en 1992 mediante una negociación política es trascendental y amerita ser conmemorada. Pero una conmemoración realista no es autocomplaciente. Por lo tanto, no exalta a sus protagonistas ni sus anécdotas, sino que rinde homenaje a los caídos, a los que entregaron su vida, a los que no vieron la victoria ni disfrutaron de ventajas políticas y económicas. Una conmemoración realista coloca en el centro a las víctimas y les restituye su dignidad, arrebatada por los violadores de derechos humanos. Pero los caídos y las víctimas son los grandes ausentes en la conmemoración de este año, olvidados por unos sobrevivientes interesadamente desmemoriados, malagradecidos y poco generosos.

El triunfalismo de la celebración, orquestado tanto por el Gobierno como por las empresas mediáticas, oculta el alcance real de aquellos acuerdos. Aparte de terminar con la guerra, no pusieron fin a la militarización del país, de nuevo militarizado por otra guerra, tan perniciosa como aquella; no sometieron a la Fuerza Armada al poder político, pues ninguno de sus comandantes en jefe ha podido mandarla desde 1992, ni siquiera Cristiani, que encubrió los asesinatos en la UCA y detuvo la depuración de su oficialidad para evitar un golpe militar; la reforma de la cúpula del sistema judicial ha resultado insuficiente, porque todavía depende de intereses espurios como las cuotas partidarias; la Policía, que debiera haber sido civil y comunitaria, se encuentra cada vez más enfrentada con la ciudadanía a la que debía proteger, abusa de su fuerza y de nuevo favorece la operación de escuadrones de la muerte. La conmemoración ofrecía una oportunidad para redimensionar el alcance de los acuerdos de 1992, para reconocer los fallos en su cumplimiento y comprometerse a corregir el rumbo adoptado. Lo demás es simple autocomplacencia.

Es muy fácil levantar corpulentos monumentos a la reconciliación. Pero de nada sirven si no se hace justicia a las víctimas de violaciones a derechos humanos. Los discursos ni siquiera se detuvieron en ellas. Por eso, la conmemoración sufre de falsedad. Sin la verdad sobre lo ocurrido, sin justicia y sin reparación, no existe posibilidad alguna de reconciliación. Todos los Gobiernos han pactado con la impunidad. Ninguno ha tenido el coraje ni la entereza para derogar la ley que protegía a los criminales. Al contrario, han hecho todo lo posible para preservarla hasta que la Sala de lo Constitucional, para su consternación, la declaró nula. La fecha era propicia para comprometerse políticamente con el tránsito de la mentira a la verdad y de la impunidad a la justicia. Por eso, el voluminoso monumento a la reconciliación tiene fundamentos de barro. Las primeras demandas judiciales, como la de El Mozote, son el pedrusco que lo derrumbará.

La fijación en un pasado ya ido privó a la conmemoración de contenido sustancial. En los eventos y en los medios solo descollaron los protagonistas sobrevivientes. El pueblo salvadoreño fue el gran ausente, así como también lo fue en la negociación de los acuerdos. Mientras funcionarios, políticos, diplomáticos y unos cuantos estudiantes celebraban, la gente bregaba con un tráfico infernal, pues no le dieron el día feriado. El único toque de realismo fue el anuncio de una nueva negociación, de nuevo solo entre cúpulas partidarias, para intentar alcanzar un acuerdo sobre cómo superar la crisis financiera del Estado. La racionalidad, la sensatez y el sentido político básico brillan por su ausencia como hace veinticinco años. Por eso, los políticos han vuelto a recurrir a la mediación internacional.

Mientras los festejantes se vestían de pulcro blanco para celebrar el pasado, el pueblo salvadoreño viste de luto por los homicidios causados por la guerra social que devasta al país. Esta grave cuestión no parece figurar en la agenda de la negociación anunciada, pese a la propuesta presentada por una de las pandillas. Los argumentos gubernamentales para rechazar dicha propuesta son idénticos a los que hace poco más de veinticinco años aducían militares y políticos para descartar como absurda la negociación del final de la guerra con una guerrilla, decían, desleal, criminal y terrorista. Otro caso de desmemoria.

La celebración tiene mucho de conmemoración de la desmemoria. Olvido de los caídos y los veteranos de guerra; olvido de las víctimas de violaciones a derechos humanos y de sus asesinos; olvido del pueblo salvadoreño, reducido a concepto vago, y su lucha para sobrevivir; olvido del absurdo de la solución represiva y violenta. Cómo invocar la reconciliación con tantos olvidos.

(Rodolfo Cardenal, es sacerdote jesuita, director del Centro Monseñor Romero)

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La cultura de postguerra: Decálogo discrecional y arbitrario

Por Amparo Marroquín Parducci

Ese pensador místico y pesimista que fue Walter Benjamin dijo, una vez, que aunque parezca muy bueno luchar por la cultura, hay que evitar que esta nos lleve a construir documentos de barbarie, de imposición. Para escapar un poco de ello, invita a cepillar la historia a contrapelo y sacar las historias que no habíamos visto. Quizá así la cultura sea (por fin) de todos.

Me interesa que esa propuesta benjaminiana sea mi punto de partida, al identificar algunos sucesos de los últimos veinticinco años de historia cultural salvadoreña.

1992 fue declarado por la Naciones Unidas como el Año Internacional del Espacio. Un nombre que puede convocar muchos sentidos. Para la ONU, la idea era reflexionar sobre el uso del espacio ultraterrestre con fines pacíficos. La sociedad salvadoreña no lo hizo.

1992 fue un año de permitirse la esperanza. Fue un año de alumbramientos. Apenas teníamos acceso a computadoras, el Internet empezaba, los noticieros eran los programas más vistos en la televisión nacional y la finca El Espino era todavía un pulmón verde donde los pericos descansaban cada tarde. Los años que siguieron vieron nuevas propuestas, al regreso del exilio, mujeres y hombres salvadoreños crearon sueños como Tendencias, Primera Plana, o Sentir con la Iglesia. Duraron poco. ¿Las esperanzas? Esas se fueron desgastando.

Pero estos veinticinco años nos han dejado todavía algunos desafíos, sueños, certezas, provocaciones… yo escojo diez de manera arbitraria, a contrapelo de las historias protagonistas. Y recuerdo que en este país la cultura ha entrado muchas veces por la puerta de atrás. Divido este arbitrario listado en dos: algunos acontecimientos significativos y otros que faltan, como provocaciones posibles para seguir avanzando.

Acontecimientos
El primer suceso que coloco tiene que ver con contar la memoria. En 1993, la Comisión de la Verdad publicó un informe y recomendó al Estado salvadoreño construir un monumento para la reconciliación. El novelista Robert Musil dijo alguna vez que “no hay nada tan invisible como un monumento”, y parece que al gobierno le pareció muy bien esta reflexión, porque hasta hoy poco se ha ocupado de colocar altares, huellas, monumentos que sean, para todos, rememoración e historia. Han sido otros, como Probúsqueda, el Museo de La Palabra y la Imagen, o investigadoras como Georgina Hernández y Evelyn Galindo Pohl, quienes construyen con empeño estas memorias. Un movimiento desde la sociedad civil fue quien, después de muchos esfuerzos, consiguió inaugurar en 2003 el Monumento a la memoria y la verdad. Situado en el Parque Cuscatlán, es uno de los pocos monumentos vivos de nuestra capital. Dice, convoca, junta en un mismo movimiento víctimas civiles de todos los espectros políticos. He visitado muchas veces el monumento y siempre encuentro gente que va ahí como se va a un cementerio. A rendir un homenaje, a dejar una flor, a rezar, a estar simplemente. Si hay un muro que no divide, sino que une; si hay un muro indispensable es este, el que nos nombra.

Mi segundo acontecimiento recoge a su vez una larga sucesión vinculada al arte en el país. Varias de las manifestaciones que hubo en la década de 1970, como ha investigado Ricardo Roque, se silenciaron durante la guerra. Pervivieron en otro tipo de proyectos estéticos, a veces más militantes. Mi primera experiencia después de los Acuerdos la formaron las sucesivas ediciones de los Festivales Centroamericanos de Teatro, que cada año lanzaban propuestas y contaminaban de entusiasmo a muchos municipios, cuando la Caravana de Teatro se volvió una realidad.

El tercer acontecimiento que rescato en la construcción de procesos de simbolización cultural es la incipiente industria cultural. A pesar de los procesos adversos, la industria de la música y el cine se ha venido posicionando lentamente. Una nueva generación de cineastas emerge y promete contar nuestras propias historias en voz alta, con nuestros propios miedos y acentos.

El cuarto acontecimiento voy a denominarlo la irrupción de lo popular. En realidad, no es algo nuevo, pero es una persistencia que muchas veces no queremos ver. Durante estos años, lo popular ha adquirido visos de legitimidad en el canon cultural nacional. Más allá de festividades religiosas, estas décadas trajeron iniciativas novedosas. El INAR consiguió institucionalizar en 2001 el Museo de Arte Popular, y desde el Ministerio de Turismo se impulsaron festivales gastronómicos y otros aportes de lo local a lo nacional. En 2011, Elena Salamanca y Javier Ramírez convocaron apoyos y terquedades para llevar a cabo el Festival Ecléctico de las Artes (FEA), que desde la calle, el performance, la música o la memoria visibilizó formas de simbolización, gusto y consumo de la sociedad salvadoreña. Y lo popular sigue ahí.

El quinto acontecimiento es mucho más cotidiano y al mismo tiempo global. Ha cambiado las formas de comunicarnos, decirnos, imaginar nuestro mundo y habitarlo: la llegada del celular y su instalación al centro de nuestra vida. Ya en 2009, las estadísticas de la SIGET mostraron que había más celulares registrados que habitantes. Algunos estudios muestran que las personas entran en pánico, si piensan que han perdido su celular. Esta pequeña tecnología se ha colocado al centro de nuestra vida y define mucho de lo que somos. Desde ahí significamos. Nosotros hacemos mucha más cultura con un celular que con un piano. Y esta constatación debería ser un punto de partida para pensar nuestro sistema educativo.

Desafíos
Mi decálogo coloca cinco procesos más que aún no son, pero que en este contexto se vuelven urgentes.

Primero. El Salvador ha enfrentado procesos de urbanización acelerada, y el primer desafío que coloco es el de transformar nuestras ciudades en un proyecto educativo, convirtiéndolas en un texto para ser descifrado. Un reto podría ser que algunas de nuestras ciudades formaran parte de la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras . Hay mucho por inventar e intervenir.

Segundo desafío: debemos trabajar intencionadamente por recuperar el tejido social. ¿De qué sirve una ley de cultura, si no nos vuelve capaces de mirarnos a los ojos y reconocernos? Hace más de diez años, Miguel Huezo Mixco y William Pleitez señalaron que la cultura debía llevarnos al encuentro del nuevo nosotros. Todavía estamos en camino.

Tercer desafío de la cultura: crearnos nuevas razones para la esperanza. Toda sociedad necesita creer y crear. Tener voz. Soñar. El arte juega un papel fundamental; si bien ya hay un camino, todavía falta mucho más. Los movimientos sociales son otro espacio para creer, desde el #YoSoy132 mexicano, pasando por la #NuitDebout francesa, hasta el #JusticiaYa de Guatemala. Los movimientos ciudadanos dan razones para soñar, aunque aquí seguimos sin encontrar una voz potente que, desde las calles y las redes sociales, reclame derechos que son de todos.

Un cuarto desafío es volver a la educación. Una educación que abandone el autoritarismo y apueste por la tolerancia y el diálogo. Que deje de preocuparse por la memorización de los conceptos y muestre que debemos enfrentarnos al mundo con mirada crítica. Sigue pendiente esa reforma educativa, la que nos enseñe a simbolizar, la que no piensa solo en contenidos, sino en maneras de aprender-saboreando, esa raíz común de saber y sabor que parecemos haber olvidado.

Finalmente, es necesario enfrentar este país en fuga que cada día pierde ciudadanos formados, soñadores. Los expertos llaman a este proceso fuga de cerebros, y quizá deberíamos hacer la operación contraria, la de un anclaje de cerebros. Jóvenes que estén en muchos sitios, pero que sepan dónde está su raíz y mantengan un vínculo activo. El desafío es esa ciudadanía nueva.
Todo listado es siempre discrecional, arbitrario. Así es el mío; pero es, además, un sueño. Que los próximos veinticinco años las maneras de construir cultura sean capaces de darnos abrigo, memoria, esperanza.

(Amparo Marroquín Parducci es profesora e investigadora en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. El artículo apareció en el periódico digital El Faro)

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La perspectiva de Horacio Castellanos Moya
(Fragmento)


–¿Cómo es tu relación política y literaria con El Salvador?
–Es una relación un poco lejana, porque si bien sigo en la prensa lo que sucede, voy poco. El Salvador actual como materia literaria no es mi propósito; yo sigo escribiendo sobre el país de los 80 y 90, el de hoy me produce mucha tristeza porque siento que hay un aspecto de inviabilidad, es como un perro que da vueltas para morderse la cola. Hubo una guerra civil y una guerra revolucionaria para deshacerse de sesenta años de régimen militar. Es un país donde se lograron unos acuerdos de paz admirables, que permitieron construir una institucionalidad democrática muy buena, con alternancia en el poder donde las dos fuerzas beligerantes políticas –armadas– se convirtieron en fuerzas políticas. Resolvieron sus problemas por la vía pacífica y democrática, la división de poderes, la alternancia. Sin embargo, el país no sólo no sale de su circuito de violencia, sino que se intensifica. Ya no es política, sino que es una violencia absurda, de las pandillas, de las maras, del crimen. Hay un asunto que yo no logro entender que tiene que ver con esa cultura del crimen: todos los esfuerzos políticos rebotan porque no tienen un sustento cultural, es algo que da mucha tristeza. Es un país que produce tantos crímenes ahora como durante la guerra civil, o más. Sólo que ahora son crímenes absurdos, nada más por la criminalidad. No sé si una muerte ocurrida de una manera es mejor que una muerte de otra, pero no importa. La violencia con un sentido es más fácil de entenderla; la irracional no, es muy difícil de comprender.

–Aquí en Guadalajara participás de una mesa titulada: “De dolor también se escribe...”.
–Sí, sí, un título bastante particular. Se escribe desde el dolor, pero se vive desde el dolor. Es decir, yo creo que cuando uno nace, llora no para jalar aire, llora porque no hubiera querido quedarse ahí adentro. Llora por el desarraigo, por venir al mundo. Al mundo se entra llorando, con dolor. Todo despertar y todo nacimiento es doloroso. Y el dolor sigue siendo el factor, el gran fantasma del hombre, que está ahí, recurrimos a toda la ciencia y la tecnología para evitarlo, pero el dolor y la muerte, que es su jefe, son parte de nuestra humanidad. En los momentos alegres, felices tratamos de olvidar el dolor, pero luego vuelve. ¿Verdad? Nos inventamos las drogas que sean para poder subsanar, para poder olvidar el dolor, para poder curarlo. Pero el mayor dolor es la muerte y ahí no hay manera, estamos absolutamente vencidos. La literatura occidental está escrita desde el dolor. Por eso en la base de la literatura occidental están los dos poemas épicos griegos y la tragedia: la mejor representación del dolor.

–Norman Manea hablaba de la necesidad de recurrir al humor para superar diversas situaciones...
–Un escape, una válvula. El humor es una válvula. Y no es una válvula literaria. Se infiltra en la literatura si pertenece a la vida. Allí, uno se burla del dolor en una sociedad opresiva, tremenda. El humor permite relativizar las cosas horribles que nos pasan, es un mecanismo de resistencia ante las crueldades de la vida que padece el ser humano desde siempre, que se inflige a sí mismo. En mi caso el humor se infiltra en la literatura. Yo no quiero ser humorístico, es una forma de ser en mi país seguramente, uno se burla de las cosas que le pasan y eso lleva a cierto tipo de actitud sardónica ante la vida. Pero evidentemente el humor significa que la crueldad y la dureza con que la vida trata al ser humano ya se ha convertido en una rutina. El primer choque de la crueldad, del dolor, de la dureza de la vida, de la violencia, no se responde con humor, se responde con otro tipo de emoción. Pero una vez que estos sistema spolíticos autoritarios, dictatoriales, en los que se produce esta actitud ya como algo cultural nacional, ese impacto de la vida que se convierte en rutina, entonces el mecanismo para hacerle frente es el humor, la sátira, la ironía.

–En relación con el pasado reciente de la región, ¿uno puede tomarse con humor a los narcos, las maras, las fuerzas de seguridad?
–Hay muchos seres humanos que para vivir en poblaciones controladas por la mara tienen que reírse de alguna manera de la vida, o hacer chistes, poner apodos al poder, burlarse. Porque el poder es la mara. La verdad es que el ser humano utiliza el humor como un mecanismo de defensa y de resistencia ante el poder, pero el poder no necesariamente es el Estado. El poder puede ser una pandilla que controla una zona, un grupo de narcos que controla otra. Puede ser poder formal del Estado o un poder construido a partir de la informalidad. Es así.

(Entrevista al escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya por Héctor Pavón, publicada en Revista Ñ, Diario Clarín, Argentina)