Tres piezas periodísticas de los años de la guerra civil
Por Guillermo Mejía
La amable sugerencia de una persona muy especial para mí, que quiero mucho, respeto y admiro, me dio energías para sacar del baúl de los recuerdos tres textos periodísticos que escribí un par de años antes de finalizada la guerra civil con la firma de los Acuerdos de Paz, en Chapultepec, México, en enero de 1992.
La idea propuesta fue que uno tiene materiales, ideas aún frescas, recuerdos, anécdotas, etc., o sea una cantidad de recursos que es menester sacar paulatinamente a luz con el fin de rescatar la memoria histórica de los cruentos años del conflicto armado que dejó unos 85 mil muertos, 8 mil desaparecidos y miles de desplazados y exiliados.
Comparto de esta manera estas tres piezas sencillas, pero llenas de simbolismo en una sociedad que aún falta por (re)construir y con ello hago énfasis en la necesidad de seguir nuestros ideales y las utopías necesarias y que nos conduzcan, con el esfuerzo de todos, al florecimiento de esa tierra común. Gracias por la idea y las muestras de cariño y acompañamiento.
A continuación los textos:
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Los sospechosos…
Por Guillermo Mejía
El oficial al mando de la tropa lanzó una seria advertencia y la gente se agrupó a 10 metros del autobús.
La llovizna que dejó el chaparrón empapaba a cualquiera, incluso a los perros que hambrientos deambulaban en busca de algún desperdicio.
“Papeles en mano, rápido”, expresó el militar. Niños, jóvenes y viejos obedecieron. Pasaron 5, 10, 15, 20, 25, 30 minutos, se escuchaba el murmullo.
Paulatinamente llegaron viajeros a pie o en vehículos, amenazaba otra tormenta y los soldados extendieron el control del retén.
Las pringas comenzaron a desesperar a las personas y alguien preguntó: “¿Cuándo vamos a pasar?” y un soldado respondió: “Tranquilos, ya, ya será…”.
El recluta lucía cansado, tal vez aburrido de la cotidianidad del patrullaje sobre la carretera que conduce de San Martín a Suchitoto. Se paseaba.
El famoso Puente Las Guaras agrupaba más gente esa tarde de domingo. Vino otra interrogante: “¿Y por qué se tardan tanto, pues?”.
El mismo recluta contestó “es que en ese bus van los sospechosos y debemos asegurarnos… alguien nos dijo y tenemos que averiguar”.
La categoría abarcaba a todos los civiles que obligadamente debían transitar por el lugar considerado conflictivo.
Sospechoso cualquiera, sospechoso por una mirada, sospechoso por su estilo de caminar, sospechoso por su forma de hablar o vestir.
La revista pasa otro contingente de civiles que viaja en pick-up. El oficial inicia de nuevo su interrogatorio, intempestivo, sin derecho de respuesta.
“Papeles en mano, rápido”, otra vez. El recluta vuelve a su recorrido en medio de las personas, pero su mirada escrutadora se torna vaga.
“¿Y cómo están las cosas por aquí?”, le interrogan. “Tiene días de que no hay nada, por mí todos pasarían rápido”, sonríe.
“¿Cree que va terminar la locura de la guerra?”, otra pregunta. “Yo no sé qué va a pasar… mire, ya no aguanto andar en esto…”, advierte.
Simpático el personaje, tranquilo, contrasta con la voz de mando que está en busca de guerrilleros o colaboradores de éstos en la reconocida frontera entre dos bandos en pugna.
Aquí el problema es viajar de Suchitoto a San Martín, porque al contrario esta vez hay libre paso.
“Papeles en mano, rápido”, le toca a un vehículo donde se conducen periodistas.
“Cuando pasaron (a Suchitoto), no iba este señor (periodista), te acordás haberlo visto vos”, grita el oficial a un soldado.
“No estoy seguro… no sé”, responde. “Lo que pasa es que usted no me vio”, asegura el reportero, “aquí están mis documentos”. Bueno.
Pasa el vehículo. Otros civiles se exponen a los militares para poder llegar a su destino, los soldados continúan la tarea y el oficial sus gritos.
Las escenas recuerdan que la sociedad salvadoreña afronta un estado de guerra interna y que la dinámica amigo-enemigo está enraizada.
Igual sucede en todo el territorio nacional, donde la persona común, desarmada, resulta ser sospechoso.
Sí. Sospechoso hasta el informante que dijo a los soldados a qué horas los rebeldes volaron otro poste en la Zona Poniente de San Salvador.
“Ya vez –le dijo un vecino-, para qué andar de metido. Hoy la onda es darse cuenta, porque al final a uno lo acusan y quién sabe…”.
El testimonio está en la calle, en las colonias, en las carreteras, es decir, a lo largo y ancho del país.
Y, precisamente, se da en momentos en que se busca un acuerdo político al conflicto armado y cuando está en debate si existe o no la militarización de la sociedad salvadoreña.
Como respiro de alivio las partes en contienda firmaron un pacto para el respeto de los derechos humanos de la población, eso quiere decir, en parte, consideraciones a los sospechosos. (FIN)
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La internacionalización del “yoyo”
Por Guillermo Mejía
(San José, Costa Rica)
Víctor h. terminó con el último pedazo de filete de pescado que le quedaba en el plato.
Trajo el vaso a su boca y bebió un trago de ron caribeño que era apetecido en aquel restaurante josefino.
“Sabía mejor el ‘yoyo’ que me sirvieron en El Salvador”, advirtió mientras sonreía. Sus acompañantes, la mayoría, desconocía el significado de la palabra.
“No estoy mintiendo, me lo tuve que comer en las bartolinas de la Policía Nacional hace nueve años”, recalcó ante las interrogantes.
Víctor h., periodista costarricense graduado en Estados Unidos, vivió en nuestro país entre 1979 y 1981 y conoció de cerca el estallido de la violencia.
Su morada estaba cerca del Parque Zoológico Nacional, en la Colonia Costa Rica, desde donde partía cada tarde a deleitarse con pupusas o panes con pavo.
“De vez en cuando viajaba hasta la Puerta del Diablo, arriba de los Planes de Renderos, o si al caso al Lago de Coatepeque”, recuerda.
La experiencia adquirida por el ahora editor de uno de los principales periódicos costarricenses sirvió para que tomara conciencia del drama centroamericano.
Se las daba de intelectual y pasaba gran parte de su tiempo buscando libros en la Universidad de El Salvador (UES). Tenía imagen de ser otro rebelde.
Aquellos tiempos eran más difíciles, el descontento popular y la represión sistemática abrieron camino al conflicto armado que aún persiste en el país.
En ese marco, Víctor h., caminaba por la capital salvadoreña, escenario de disturbios, donde las fuerzas de seguridad descargaban en contra de las marchas.
Al igual que muchos “carrereaba” por calles y avenidas para salvaguardarse de los “frijoles de acero” que indiscriminadamente disparaban los efectivos.
Cientos de víctimas, muertos y desaparecidos. Cientos de capturados por leves sospechas, muchos de los cuales quedaron en la incógnita.
“Los ratos más hermosos –relata- fueron consumidos con mi novia con quien disfrutaba mi afición por las pupusas de chicharrón…”.
Pero una tarde cambió el panorama. Era 1981 y Víctor h. prefirió salir sin su media naranja para pensar sobre su “cuasi sistemático” desarrollo humanístico.
Todo estaba en regla, no había ningún problema”, señala, “sólo llevaba en la bolsa de mi camisa una calcomanía de Jesús de Nazareth…”.
Pero los policías acordaron lo contrario. La imagen del redentor se convirtió en la del legendario Comandante Ernesto “Che” Guevara.
“La calcomanía tenía fondo rojo y la silueta de Jesús era de color negro. El cabello largo y la barba abundante, como lo pintan, fue mi desgracia”.
Terminó capturado, encerrado una semana en las bartolinas de la Policía Nacional, aunque con la suerte que esta vez lo enviaron junto a los ladrones y borrachos. “En otra sala quizás habría desaparecido”, considera.
En ese ambiente conoció el “yoyo”, ración típica -que consiste en frijoles requeteduros y tortillas fermentadas- destinada a la “alimentación” de los reos.
“Más de alguno de mis compañeros de celda pensaron que hasta le echaron crema –dice carcajeándose-, pero era que los frijoles estaban mezclados con hongos que les daban el colorante blanco…”.
Guarda la impresión de la cárcel. “Un zapato tirado por una pita nos servía de vehículo de intercambio comercial, por él entregábamos cigarros por fósforos, diarios por mensajes para que afuera conocieran de nuestro destino”.
“Ahí va decían mis compañeros de infortunio, ladrones y borrachos, y todos estaban atentos al trueque. El tiempo, durante esa semana, se detuvo. En mi casa desconocían lo que pasaba”.
Pero el zapato era milagroso. Uno de los vecinos de la celda de Víctor h. sacó el papelito y fue con el escándalo a la calle. La familia se movilizó y tuvo que intervenir el Consulado tico para lograr su libertad.
“Me acusaban de atentar contra la seguridad del Estado salvadoreño, eso me lo repitieron durante los interrogatorios, que no eran amables, pero considerados frente a los que les tocó soportar a otras personas”, recuerda.
Directo al avión. Víctor h. no ha tenido otra oportunidad de visitar El Salvador, añora eso sí, según dijo, pasar otra experiencia en nuestro país y ojear por dónde anda Vilma, su novia.
El silencio reina en la mesa. Terminó la cena en aquel restaurante josefino, donde el “yoyo” salvadoreño fue sustituido por el filete de pescado.
“Por eso yo me siento, además de tico, un salvadoreño cien por ciento”, afirmó Víctor H. (FIN)
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Condiciones de subsistencia de “los más pobres de los pobres”
Por Guillermo Mejía
“¿Asco?, ja, ja, ja… a uno con hambre le vale riata, come cualquier cosa… yo ya almorcé con pollito campero, juguito de naranja y quesito duro, bien tranquilo, y de una vez le llevo la hartazón a los bichos”.
Es Julio César, de 47 años, jornalero oriundo de San Vicente, desplazado por la guerra, quien al igual que muchos engrosa las filas de los que el Presidente Alfredo Cristiani define como “los más pobres de los pobres”.
“No es paja, aquí les llevo alitas y piernitas de pollo a los cipotes –señala, levantando la bolsa de desperdicios-, el asco es cosa sólo de los que tienen, pero a nosotros ya se nos olvidó”.
El subsistir le obliga a disputar los desechos alimenticios con sus semejantes, perros callejeros y los inmundos zopilotes en el “Crematorio de Soyapango”, uno de los colectores de basura de la metropolitana.
Las escenas cotidianas son repugnantes, el mal olor es insoportable y la pelea entre seres humanos y animales dramática, pero es la realidad que afrontan quienes carecen de los indispensable.
“Y no solamente desayunamos, almorzamos o cenamos en el basurero”, resalta otro de los indigentes, “también nos rebuscamos con botellas, ropa, zapatos, cobre, hierro, pues con eso sacamos hasta 10 pesos al día”.
En las fábricas les pagan 85 centavos por botella grande, 20 por un zapato de hule, 50 por libra de hierro, 75 por la de aluminio y un colón por la de cobre, entre otros materiales de la podredumbre.
Bajo el sol o la lluvia, los niños, jóvenes y viejos, realizan su jornada de hasta 10 horas de trabajo indeseable al día, en la que el único temor real lo representa el poder ser triturados por el tractor de remoción de basura.
“Si ese condenado sólo lo tiran a jalar la basura – advierte uno de los menores, mientras da mordiscos un pan francés-, y si uno no se fija se lo lleva. Viera los zopes, son bravos, se le avientan a uno por un pedazo de carne”.
Ellos son el clásico ejemplo de sobrevivencia de la población que vive en condiciones de extrema pobreza, que, según la CEPAL, representa cuando menos el 50 por ciento de salvadoreños, aunque para el gobierno son 330 mil familias.
Cristiani los definió como “los más pobres de los pobres” del país que “no pueden satisfacer, por sí solos, sus necesidades más elementales de subsistencia” cuando anunció el programa “Rescate Social” en agosto de 1989.
“De plano verdá vos”, expresa una señora mugrosa, “si no fuera por las barbas de los que tienen nos morimos de hambre. Mire, la ventaja que tenemos es que ya ni nos hace daño, nunca nos enfermamos”.
En aquella oportunidad, el mandatario se comprometió a luchar por “subir al carro del progreso”, según el discurso, a los que “han sido ignorados por no tener vos ni presencia”, aunque esta semana anunció nuevas prioridades.
Ahora su preocupación primordial, según dijo, es solventar la crisis económica agravada por la profundización del conflicto armado y la baja de las exportaciones por la caída de los precios del café en el mercado externo.
El “ajuste estructural” impuesto para paliar el problema, que vino a devaluar la moneda, incrementar los intereses de los créditos, las tarifas de los servicios públicos y los precios, lo agudizó.
Es decir, no marcha bien. Cristiani señaló que el problema económico, aunque no cambie en su filosofía, será reajustado.
Esa parece ser una respuesta a las recomendaciones que le hicieron en privado los empresarios e industriales, el mes pasado, porque, según ellos, la implementación completa del “ajuste” generaría más descontento social.
A raíz de los efectos de la ofensiva rebelde, iniciada el 11 de noviembre, la empresa privada se declaró al “borde del agotamiento” e hizo saber al Comité Económico oficial que podría ejecutar despidos masivos.
“Estos, obviamente, puede ocasionar un problema social de incalculable dimensiones y desencadenar un respaldo popular a favor de la guerrilla”, advirtieron.
“El sector empresarial está convencido de los efectos nefastos que tiene el incremento persistente de los precios, principalmente en los segmentos de los bajos ingresos”, precisaron.
Para ellos significaría el “colapso económico” el que el “ajuste estructural” camine tal como fue programado y le recomendaron al gobierno la adopción de medidas de emergencia, para favorecer a los productores.
Una familia promedio necesita por arriba de los 2 mil colones mensuales, para solventar los gastos, situación que cada vez se va agravando al dispararse paulatinamente el dólar, y definitivamente, los costos.
Mientras, el “Crematorio de Soyapango” luce cada día aglomerado. La situación es tan difícil que muchos jornaleros, como Julio César, el desplazado de la guerra, se abocan a los basureros para sobrevivir.
“Aquí cada vez es más grande la competencia, muchas personas llegar para lograr pasarla. Yo regularmente trabajo como peón en la construcción, pero como no hay tengo que basurear”, admite. (FIN)
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