El toque de Arturo Ambrogi con Rubén Darío
Por Guillermo Mejía
Cuenta el cronista nacional, Arturo Ambrogi (San Salvador, 1874-1936), que en tiempos de Francisco Menéndez –por 1890- el poeta Rubén Darío volvió de Chile, colmado de éxitos, y con ayudita del presidente fundó un diario, unionista, literario y semioficial. Un vespertino que recogía exquisitas plumas cuyo aroma “se nos subía al cerebro en oleadas y nos producía el efecto de una borrachera”.
Ambrogi, el más riguroso estilista dice la crítica, autor de obras como Bibelots (1893); Cuentos y Fantasías (1895); El Libro del Trópico (1907); Marginales de la Vida (1912); Crónicas Marchitas (1916); y El Jetón (1936), fue un viajero incansable y amigo de poetas y literatos como el mismo Darío, Leopoldo Lugones y Enrique Gómez Carrillo.
“Aquel papel vespertino era nuestro ‘breviario de emociones’. Todas las tardes, a la hora en que el ‘hombre de la escalera’ pasaba encendiendo los faroles de gas de las calles, y en el Bolívar, las golondrinas tomaban por asalto los naranjos, nosotros nos encaminábamos a la administración del diario (…) y con mano temblorosa comprábamos, y doblábamos cuidadosamente nuestro ejemplar.”
“¡Con qué ansia desplegábamos el periódico, y con qué curiosidad recorríamos sus columnas! Con voracidad de hambriento caíamos sobre la lectura de nuestra preferencia. Así, por nuestros ojos deslumbrados desfiló ese cuadrito holandés que se llama El Fardo, esa luminosa fantasía que se llama El Rubí, esa confesión tierna e ingenua de Palomas blancas y garzas morenas.”
Embriagado por el “rubendarismo” que impregnaba el ambiente, Ambrogi dice: “A la sombra de ese laurel glorioso, al amor de ese sol, en ese huertecito en que las rosas florecían con la impetuosidad y abundancia de las ortigas en un erial, antojóseme un día de tantos plantar mi albahaca, y hacerla florecer.”
“Planté y regué, solícito, mi planta. Y un día ¡osado sin igual! cuando recogí la primera florecilla, empapada en el rocío de la noche, en lugar de tomarla y encerrarla entre las páginas de un libro favorito, tuve la osadía de enviarla… ¡Dios mío, todavía tiemblo al recordarlo! tuve la osadía sin igual de enviarla en busca de sitio al regio búcaro de alabastro en que la flora exótica de Rubén despedía, como manirrota, todo el perfume de sus opulentas corolas.”
Continúa: “¡Con qué cuidado, con qué primor copié mi artículo! ¡Qué lujo de mayúsculas! ¡Qué simetría de renglones! Papel fino. Tinta morada (que todavía uso, y que el alemán Bolaños llama ‘tinta arzobispal’). Era una prosa de un lirismo infantil, estupendo; una prosa (dos carillas de bloc corriente), en que cantaba la venida del mes de mayo, a través de Bécquer y de José Selgas, y a la que Toño Solórzano había declarado, cuando se la leí, digna del mismo Rubén Darío!!!”
“¡Con qué meticulosidad doblé el papel, y lo metí en un sobre! Temblaba. No acertaba en decidirme. Una vez rotulado: ‘Señor Director de La Unión’ vino el problema ¡arduo por cierto! del envío. ¿Cómo enviar aquello? Por correo, naturalmente. ¿Pero si se extraviaba? No. ¡Mejor llevarla personalmente, entregársela yo mismo al propio Rubén Darío, y rogarle su publicación!”
Una noche, Ambrogi, pasó por la oficina del periódico y dejó el sobre en el buzón, aunque esa noche no pudo dormir pensando en el destino de sus ideas paridas en las manos del poeta.
Al día siguiente, según el cronista nacional, a la hora en que el diario era lanzado a la circulación callejera, como siempre, fue por el ejemplar. “Serenidad, serenidad ante todo. Hay que saber ser hombres”, pensó. Miró el ejemplar y… “¡Nada! ¡Dios mío! ¡Qué desilusión! Todos mis ensueños veníanse, ruidosamente, a tierra. Hasta creo que en mis pupilas amagó una lágrima.”
“¡Y nada tampoco al siguiente día! ¡Y nada el otro, y el otro, y el otro! Nada. ¡Nada! ¡Mi fracaso era completo!”
Ambrogi se interrogó con desconsuelo: “Mi pobre artículo ¿se habría quedado el pobrecillo haciéndole compañía al Diccionario de la Real Academia, y a la punta de cigarro de don Santiago? Habría rodado hasta la cesta de papeles inútiles, hecho cuatro tiras?”
El tiempo pasó. Ambrogi está en Buenos Aires, una noche en el Luzio, en una reunión de amigos, uno de ellos el mismísimo poeta Rubén Darío. Cada uno de los tertuliantes hablaron de la iniciación de su carrera, y cada uno se conmovió al hacerlo.
“Yo conté ingenuamente, mi historia: mi primer artículo, rodando al cesto. Rubén clavaba con insistencia en mí aquellos sus ojos que parecen que no ven. Y su boca enigmática sonreía. De pronto dejó de sonreír… ¿se encendería de súbito, en su cerebro algún recuerdo? ¿Recordaría acaso la cubierta asalmonada que en la noche de un lejano día centroamericano recogió de su buzón entre telegramas y sobres llenos de timbres postales, y arrojó indiferente al cesto de los papeles inútiles? No puede ser. Pero mi anécdota tuvo la fuerza de emocionarle.”
“Vi que sus ojos refulgieron. Sus párpados aletearon, cerrándose breves instantes. Su boca enigmática dejó de sonreír. Algún recuerdo estaba eslabonado a aquel tiempo. No había duda. Sentía pasar algo por su alma, que la sacudía. Declaro que me sentí satisfecho. Y hasta llegué a pensar que aquella era mi mejor venganza: hacer conmoverse al glorioso poeta, Sumo Pontífice de la pose, y así, entregarle, atado como un nazareno, al truculento titeo de algunos de los miembros de La Siringa.”
2 comentarios:
muy buena nota...
Gracias, estimado. Saludos.
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