Sociedad violenta a veinte años de la paz
Por Guillermo Mejía
La destrucción del mural de Fernando Llort en la fachada de Catedral Metropolitana por órdenes de las autoridades eclesiásticas nos da la oportunidad, para reflexionar en torno al ambiente de intolerancia y violencia en que se ve envuelta la sociedad salvadoreña tras veinte años de la firma de los Acuerdos de Paz en Chapultepec, México.
El Arzobispo de San Salvador, Monseñor José Luis Escobar Alas, pidió disculpas a medias que no han logrado apaciguar el malestar y denuncias de diversos sectores, como la protesta pública del mismo artista que exigió, entre otras cosas, que la iglesia le devuelva el ripio del mural para reutilizarlo en otra obra.
El jerarca católico ha pedido la integración de una comisión que cierre este bochornoso episodio donde, además de la iglesia, estén representantes de la familia Llort y de la Secretaría de la Cultura del gobierno. Uno de los frutos que esperan es que entre las tres partes acuerden la nueva obra que tendrá la fachada de Catedral Metropolitana.
Como hemos notado, mucho se ha hablado y se ha escrito sobre este atentado a la cultura, incluso expresiones de quienes no reconocen la obra de Llort, que con desprecio llaman “la toallona”, o resienten que se nombre a la catedral como patrimonio cultural. El papel aguanta con todo, pero la cuestión en juego es esta forma de violencia en pleno Siglo XXI.
Una de las formas de violencia, porque una visión crítica sobre el estado actual de la sociedad salvadoreña nos ilustra cómo hemos sucumbido en una situación en que existe menosprecio sistemático por la vida, de manera cotidiana, que en el pasado año nos ofreció la suma de más de cuatro mil muertes, con lo que tenemos ganado ser uno de los países más violentos del mundo.
La matanza sigue, no se puede ocultar, más allá de las promesas oficiales en palabras del ministro de Justicia y Seguridad, general David Munguía Payés, sobre la posibilidad de reducir a grandes pasos esa violencia donde se mezclan las acciones de las pandillas, el crimen organizado, el narcotráfico y los actos violentos de oportunistas.
En la destrucción del mural vale notar el carácter aldeano de la sociedad salvadoreña representado en los diversos sectores sociales, económicos y políticos; es decir, la Iglesia Católica en esta ocasión está mostrando parte de las atmósferas culturales donde, además del valeverguismo y la propensión a la violencia, existe insensibilidad ante las expresiones sublimes.
No se puede desperdiciar la ocasión para hablar en perspectiva sobre lo que heredamos luego del fin negociado de la guerra civil el 16 de enero de 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Alfredo Cristiani y la entonces guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln) bajo la mediación de la Organización de Naciones Unidas.
En estas dos décadas de paz negociada se nota el déficit de cara a lo propuesto en los acuerdos, pero en eso también cuenta mucho lo que somos como sociedad, víctimas del temor y la incomprensión sobre el compromiso cívico. Por ejemplo, el partido político surgido de la ex guerrilla tendría que haber potenciado la construcción de ciudadanía, no hacer lo mismo que los demás.
Las condiciones de injusticia estructural se perpetúan, la partidocracia mantiene secuestrada la soberanía ciudadana, los ricos se hacen más ricos con la complicidad de los gobernantes de turno, en fin. Aunque a muchos les suena utopías –que también potencian las luchas- es urgente que asumamos el papel que nos corresponde. No nos conformemos con poco.
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