Blues for Leticia
A las comunidades negras de Honduras
Por Guillermo Mejía
Una leve brisa marina movía cada mañana las aguas azules de este lado de la costa. Con ella aparecía Leticia, delgada, alta, de hermoso cabello y ojos negros.
En el horizonte, un grupo de jóvenes realizaba sus ejercicios físicos, mientras el desayuno –huevos, tajadas de plátano verde, frijoles negros y café- llegaba con prontitud.
La presencia de Leticia, trigueña de pelo ondulado, era sin duda los buenos días más dulces en medio de la atmósfera de sal. Su figura irrumpía de las palmas africanas que chocan al sol.
Desde temprano, el paseo peatonal del puerto lucía esplendoroso, la gente se volcaba a sus labores a medida que corrían las horas. A lo largo, iban y venían las barcas de comerciantes desde los puntos más recónditos de la zona en busca del abastecimiento.
Gracias a Leticia, las mañanas comenzaban tan lindas que, pese al invierno, no cabía la posibilidad que en el transcurso del día se nublara el cielo. El vuelo de las gaviotas y pelícanos que anidan en los contornos de este paraíso sumaba otro toque de elegancia.
La quietud del mar permitía que los paseantes se internaran en el disfrute de las olas, muy lejos quedaban los tumbos que mueven a montones el salitre y ciegan a los veraneantes. El único testigo era el antiguo muelle de las históricas jornadas bananeras, con sus picadas de jejenes y víboras al menor descuido, donde cientos de centroamericanos han dejado su huella y que sólo han servido para enriquecer a las transnacionales.
El pregón de los vendedores anunciaba la receta costeña. Querías machuca, malanga, caracol al ajillo, tabletas, tapado, cazabe. Sabor garinagu. Si no preferías quedarte a disfrutarla en el puerto, también las opciones variadas en el litoral y sin mayor pérdida de tiempo. Cómo no comer el pescado dorado de los morenales. Con coco y cebolla morada, rico.
Qué ambiente más propicio para encontrar la razón de ser a esta parte del globo. Leticia hablaba sobre la magia de la costa con inimaginable creatividad, quizás agradecida de ser su retoño. Los bellos paisajes y la alegría desbordante de los lugareños daban esa razón buscada.
-¿Mejor la música suavecita?
-Depende-. Pero mejor suavecita, como es ella, un murmullo en el caracol adormecido.
Con las pláticas a la orilla de la playa, bajo la frescura de las palmas africanas, pasaba el tiempo. Cuando aún faltaba para que el sol se escondiera al revés era propicio un paseo por el centro del puerto y disfrutar de tu café negro.
Desde un cómodo asiento apreciabas que ni las repentinas lloviznas detenían al pueblo al final de la jornada. Las aceras de las calles y avenidas eran adornadas con sillas, sillones y columpios, para la cita diaria antes de la cena. Trasladarse de un punto a otro por esos lugares, especialmente en bicicleta, fascinante.
Pero la adorable mujer de hermoso cabello y ojos negros prefería deambular. Por cualquier lugar se encontraba amigos y amigas, de todos los colores, quienes también apreciaban sus encantos. Y cómo que no, si vieras esa cadera al repique del tambor. Ponele a Los gatos bravos o a la Banda blanca.
La noche no era pretexto. Al son de la leve brisa y la luz de la luna danzaban las figuras fantasmales de las palmas africanas. Ritmo, Leticia, comida criolla y bebida predilecta. Con Leticia te envolvías en la música de color. Blues Leticia’s Blues…
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