martes, diciembre 27, 2005

Periodistas y políticos

Por Guillermo Mejía

Los periodistas y los políticos experimentan, por tradición, una de las peores relaciones que se dan dentro de la sociedad, independientemente que sea de países metrópolis –como Estados Unidos- o periféricos –como Centroamérica. Los políticos condenan, atacan, fustigan o, al revés, lisonjean, condecoran, premian.

Que en nuestro caso sea más salvaje es cierto, porque la prensa, en general, es una extensión de grupos de poder, especialmente los que se acomodan alrededor de gobiernos, y elites que utilizan al periodismo como una forma de presión o ideologización en detrimento de un servicio a la colectividad y el bien común.

Sin embargo, un vistazo a la que se considera la prensa seria de Estados Unidos, por ejemplo, también deja un sinsabor en cuanto a que responde a sectores dominantes, monopolios de la industria cultural y son la viva voz de un imperio que, aunque sofisticado, tampoco es la panacea. Si no veamos los reality shows tan en boga, donde la cursilería y la intrascendencia se vuelcan hacia la conquista de la masas en una relación mercantilista que obviamente deja millonarias ganancias, mientras aleja a la gente de su toma de conciencia ante los problemas que la abaten.

Cada vez más, y eso está muy documentado por intelectuales como Noam Chomsky, la prensa estadounidense va cediendo terreno al área de la publicidad y algo que a uno lo deja estupefacto es que ya nos podemos encontrar con reportajes donde los periodistas se desviven en alabanzas a empresas o productos (conocidos como publirreportajes).

De eso estamos cansados en Centroamérica. En Estados Unidos parecía que ya no existía tal práctica, pero la realidad indica lo contrario. Y en esas decisiones editoriales y empresariales encontramos la mano de los políticos, con nombre y apellido, sobre todo en lugares del planeta donde ostentar esa figura requiere tener dinero.

Y quienes gobiernan los medios de comunicación, en ese contexto, fácilmente sucumben ante los encantos del poder político que entre sus maravillas está el desborde de centavos en la compra de espacios en diarios, revistas, radios, televisoras, etc. a cambio de cobertura, adecuada a sus intereses, o al menos un trato equitativo.

Por eso encontramos en las salas de los medios, incluso en Estados Unidos, a periodistas que pretenden hacer su trabajo desde una trinchera profesional y en concordancia con la ética, así como a tantos (quizás la mayoría) que, a pesar de tener en su último sueño un desencanto, pasaron de periodistas a voceros de los políticos.

Dependiendo del grado de intromisión, al político le puede bastar una simple llamada telefónica, para quitarse del camino a un periodista molesto. O, al contrario, simples tres pesos para congraciarse con el periodista que le sirve en su función, en especial en tiempos de campaña o, para silenciarlo, en momentos de tensión por cualquier hecho que le afecte.

Pero independiente de que el periodista y el político lleguen a un acuerdo infame, asqueroso y denigrante, siempre existirá ese desprecio mutuo que se sienten por cuanto, en primer lugar, el periodista se vende al mejor postor –por infinidad de razones- y, en segundo lugar, al político le desencanta llenarle el buche para tenerlo tranquilo.

De ahí que luego de una cena de transacciones el político llegue al extremo de contar la cantidad de comida y guaro que se atraganta el periodista. Y, el periodista, también llegue al extremo de contar que el político es tan agarrado que quizás no valga la pena seguirle ayudando.

¿Y en Estados Unidos? Es la misma historia, pero con matices. Para el caso, un periodista estadounidense no podría caer en la desgracia de darse a conocer tan vilmente frente a sus compañeros, en la búsqueda de una transa con el político. Es decir, el mecanismo es más sofisticado, aunque al final la razón siempre sea la del que tiene el poder.

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