El pintor Carlos Cañas a través de Horacio Castellanos Moya
Por Guillermo Mejía
El pasado 14 de abril falleció en la capital salvadoreña el pintor Carlos Cañas, Premio Nacional de Cultura 2012, nacido el 3 de septiembre de 1924 y precursor del arte abstracto en El Salvador, como han reseñado sus críticos. Un alma que puso su arte en función social –como él mismo señaló en su oportunidad- más allá de los reconocimientos a su obra.
El escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya le dedicó un texto al baluarte de la pintura, que se publicó en la desaparecida Revista Tendencias, edición número 14, correspondiente al mes de octubre de 1992, donde nos habla del personaje y su obra. En recuerdo al artista, su obra y la memoria histórica presento a continuación ese material invaluable.
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Bocetos sobre Carlos Cañas
Por Horacio Castellanos Moya
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Pretender un retrato de la genialidad sería en vano; descubrir sus mecanismos internos, virtualmente imposible. El espíritu artístico es inaprehensible, escabullizo, contradictorio. Por eso, la sola insinuación de que alguien quisiera hurgar su intimidad, de que alguien se propusiera hacer una radiografía de su fuerza creadora, sería motivo suficiente para que Carlos Cañas de inmediato recurriera a una de las facetas inequívocas de los grandes artistas: la hosquedad, el encierro.
Un retrato, entonces, constituiría más que un desafío: de ahí la inevitabilidad de estos apuntes, de estos bocetos de rasgos tenues, hasta tímidos.
2
Una primera impresión que surge del acercamiento a la vasta obra de Carlos Cañas, a su personalidad artística, es su voluntad creativa, el tesón, la persistencia. En este hombre, la inspiración es sinónimo de disciplina, de un ejercicio continuo del oficio. Nadie más lejos de aquella mayoría que trabaja para llenar una exposición, para complacer a una clientela probable, para fomentar una imagen. En Cañas, no se trata únicamente del acecho inmisericorde de los demonios, sino de una vocación asumida con la certidumbre del instrumento que expresa las dudas y hallazgos del espíritu. Casi medio siglo de labor ininterrumpida, y las más de 600 obras que incluye esta retrospectiva, son la evidencia irrefutable de esa vocación, de esa aventura.
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La tentación de pontificar acerca de la supremacía de un talento sobre los demás de su especie; la tentación de señalar, categóricamente, al elegido por las musas para encarnar el don supremo de la creación: algo a los que pocos son inmunes cuando acechan en la obra y en el carácter de un maestro. Pero la obra de Carlos Cañas, eregida de cara a la consistencia indescriptible del tiempo, prescinde olímpicamente del “ditirambo salivoso del asno”, como de la diatriba rencorosa del mediocre. Ubicada en el corazón de la historia de las artes plásticas salvadoreñas, la trayectoria de Cañas, sus búsquedas, sus atinos y desatinos, significan el referente obligado, una huella viva y generosa en la ruta de la nación.
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Y esa nación, con su mezquindad y su soberbia, con su bondad y energía avasalladora, ha sido motivo de reflexión, alegría y tormento: Carlos Cañas pinta desde el mismo núcleo de la salvadoreñidad. Trazo a trazo, pincelada a pincelada, sus cuadros traslucen el rostro de lo nacional, su cuerpo a veces mutilado. Mestizaje, identidad nacional y conciencia latinoamericana, conceptos que en este pintor están lejos del facilismo, de los lugares comunes. La búsqueda de “lo nuestro” pasa por su tensionamiento del espíritu, por el temple que nos permite soportar la revelación de nuestras taras y virtudes, por la dinámica interrelación de lo propio y lo foráneo.
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Las grandes influencias, las vertientes enriquecedoras, los faros en la noche marítima, para Cañas van mucho más allá de la volatilidad de las modas. Al principio, en su “peregrinaje inicial”, en la década de los 40, cuando aún era Carlos Augusto Cañas –poeta, ensayista, pintor y crítico de arte-, se nutrió sobre todo de la plástica generada por la revolución mexicana: era el entusiasmo de los años fundacionales, la cimentación de los andamios. Lo figurativo, entonces, fue lo natural. Después vino la travesía del Atlántico, el buceo en la tradición europea, la profundización del estudio y el aprendizaje. “Ya de regreso de la aventura, (…) solo e inmenso en mi soledad”, Cañas emprende nuevos caminos: primero un período de pintura abstracta, luego el sumergimiento en las raíces mayas. Y, como en esas leyendas circulares de la época prehispánica, el pintor vuelve a lo figurativo, pero de otra manera, enriquecido por nuevos universos.
Ahora, a sus 68 años de edad, en la plenitud de su madurez creadora, el pintor puede contar, proseguir la aventura, aprestarse a ejercer la pasión con mayor brío.
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Porque Carlos Cañas ha sido testigo particular y oficioso de esta época, de un siglo de contorsiones inusitadas. Una época que, para El Salvador, ha conllevado los estertores un renacimiento: la dolorosa refundación a través de la guerra, de la carnicería y la esperanza. Y la obra de Cañas no ha cerrado los ojos al drama cotidiano, sino que lo incorpora, de forma constitutiva, sin ánimo demagógico. El ejemplo más impactante quizás sea su cuadro sobre la masacre del río Sumpul –ese “Guernica salvadoreño”, como lo ha llamado más de alguno. Y su sensibilidad o conciencia social en ningún momento ha significado traición o ablandamiento: pintar más, y cada vez mejor, ha sido su compromiso.
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Hablar de poesía en la obra de Carlos Cañas no es lugar común. Hubo un poeta transmutado en pintor; hubo un joven escritor de poemas que por accidente o por herencia –discernir la frontera entre lo accidental y lo intuitivo, entre el azar y el destino, sería tarea de taumaturgos- se convirtió en trazador de imágenes. Pertinente, pues, hablar de poesía. Lo poético entendido como odisea del espíritu, actitud de vida, cultivo del asombro. “Hacer pintura es hacer la vida”, dice Cañas, “provocar la luz del misterio”.
Hablar de pensamiento en el hombre Carlos Cañas tampoco es fortuito. Sus ensayos sobre cuestiones estéticas, su larga labor docente, bastarían para sustentar tal afirmación. Pero, en su caso, la pasión por la reflexión importa como nutriente, o como la brújula para quien emerge de las profundidades en que decanta la emoción.
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La hostilidad de lo circundante fue de siempre: al principio –en ese San Salvador de mediados de siglo- no había siquiera galerías; al principio también hubo acuarelas vendidas a cinco colones; y esa primera exposición en la Universidad Nacional, donde sus dibujos fueron casi destrozados por los estudiantes. Difícil bregar en un entorno dispuesto a destruir a quien se niegue a la complacencia. Pero Carlos Cañas no se estancó en el resentimiento, ni en la violencia interior que genera. Los transmutó más bien en nuevas y más depuradas formas. La incomprensión y el desprecio, en todas las épocas, han servido para probar vocación y talento artístico. El pintor sobrevive en su obra.
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“El terror y la ternura”, así llamó a una de sus primeras exposiciones, y esas dos palabras, esos conceptos extremos, podrían englobar la temática de su obra, y quizás la idiosincrasia de la nación. De las frutas etéreas a los cuerpos retorcidos, de la desesperanza y el distorsionamiento humano al amor, el tema es el hombre, esa criatura desamparada en el universo inescrutable. Porque la soledad en Carlos Cañas no es estratagema, sino esencialidad. Una soledad que, sin embargo, no significa cerrar los ojos al mundo: la aventura del pintor consiste precisamente en apropiarse del mundo para condensarlo en una nueva creación.
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