El primer viaje de Rubén Darío a El Salvador
Por Guillermo Mejía
El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) cuenta en su Autobiografía (DGP; 1962) su vida y peripecias desde su niñez, su pasión por las letras, los encuentros bohemios, sus amores, su legado literario, su labor diplomática. Su amistad con el escritor salvadoreño Francisco Gavidia cuyo encuentro significa “no sólo tener a un guía, sino a un inspirador”.
El “padre del Modernismo”, como se le conoce, es pieza importante junto a Gavidia de la historia literaria de El Salvador y de Hispanoamérica, refiere la nota de presentación de la edición de la Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación en la colección Biblioteca Popular dirigida por el escritor Trigueros de León.
Para el gusto y conocimiento de mis estimados lectores les presento a continuación el relato del primer viaje de Rubén Darío a tierras cuscatlecas cuando era un mozuelo flaco y peludo, inquieto, admirado por sus versos:
XII
Gobernaba este país entonces el doctor Rafael Zaldívar, hombre culto, hábil, tiránico para unos, bienhechor para otros, y a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia, en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos. Llegar yo al puerto de La Libertad y poner un telegrama a su excelencia todo fue uno. Inmediatamente recibí una contestación halagadora del presidente, que se encontraba en una hacienda, en el cual telegrama era muy gentil conmigo y me anunciaba una audiencia en la capital. Llegué a la capital. Al cochero que me preguntó a qué hotal iba, le contesté sencillamente: “Al mejor.” El mejor, de cuyo nombre no puedo acordarme aunque quiero, lo tenía un barítono italiano, de apellido Petrilli, y era famoso por sus macarroni y moscato espumante y las bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un galante, generoso, infatigable sultán presidencial. A los pocos días recibí aviso de que el presidente me esperaba en la casa de gobierno. Mozo flaco y de larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos, me presenté ante el gobernante. Pasé entre los guardias y me encontré tímido y apocado delante del jefe de la República, que recibía de espaldas a la luz, para poder examinar bien a sus visitantes. Mi temor era grande y no encontraba palabras que decir. El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué era lo que yo deseaba, contesté, ¡oh, inefable Jerome Paturot!, con estas exactas e inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón de poder: “-Quiero tener una buena posición social.” ¿Qué entendería yo por tener una posición social? Lo sospecho. El doctor Zaldívar, siempre sonriendo, me contestó bondadosamente: “-Eso depende de usted…” Me despedí. Cuando llegué al hotel, al poco rato, me dijeron que el director de policía deseaba verme. Noté en él y en el dueño del hotel un desusado cariño. Se me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del presidente. ¡Quinientos pesos plata! Macarroni, moscato espumante, artistas bellas… Era aquello, en la imaginación del ardiente muchacho flaco y de cabellos largos, ensoñador y lleno de deseos, un buen comienzo para tener una buena posición social…
Al día siguiente, por la mañana, estaba yo rodeado de improbables poetas adolescentes, escritores en ciernes y aficionados a las musas. Ejercía de nabab. Los invité a almorzar. Macarroni, moscato espumante. El esplendor continuó hasta la tarde, y llegó la noche.
¿Qué pícaro Belcebú hizo en las altas horas que me levantase y fuese a tocar la puerta de la bella diva que recibía altos favores y que habitaba en el mismo hotel que yo? Nocturno efecto sensacional, desvarío y locura. Al día siguiente, estaba yo mohino y lleno de remordimientos. La cara del hostelero me indicaba cosas graves, y aunque yo hablara de mi amistad presidencial, es el caso que mis méritos estaban en baja. A los pocos días, los quinientos pesos se habían esfumado y recibí la visita del mismo director de policía que me los había traído. Dije yo: “-Viene con otros quinientos pesos”. “-Joven –con un aire serio y conminatorio-, aliste sus maletas y, de orden del señor presidente, sígame”. Le seguí como un corderito.
Me llevó a un colegio que dirigía cierto célebre escritor, el doctor Reyes. Oí que el terrible funcionario decía al director: “-Que no deje salir a este joven, que lo emplee en el colegio y que sea severo con él.” Dije para mí: “-Estoy perdido”. Pero el director era un hombre suave, insinuante, con habilidad indígena, culto y malicioso, y comprendió qué clase de soñador le llevaban. “Amiguito –me dijo-, no encontrará en mí severidad, sino amistad; pórtese bien; dará usted una clase de gramática. Eso sí, no saldrá usted a la calle, porque es orden estricta del señor presidente”. En efecto, comencé a hacer mi vida escolar, no sin causar desde luego en el establecimiento inusitadas revoluciones. Por ejemplo, me hice magnetizador entre los muchachos. Hacía misteriosos pases y decía palabras sibilinas, y lo peor del caso es que un día uno de los chicos se me durmió de veras y no lo podía despertar, hasta que a alguien se le ocurrió echarle un vaso de agua fría en la cabeza. El director me llamó y me dijo palabras reprensivas. No insistí, pero enseñé a recitar versos a todos los alumnos y era consultado para declaraciones y cartas de amor. En tal prisión estuve largos meses, hasta que un día, también por orden presidencial, fui sacado para algo que señaló en mi vida una fecha inolvidable: el estreno de mi primer frac y primera comunicación con el público.
El presidente había resuelto que fuese yo –la verdad es que ello era honroso y satisfactorio para mis pocos años- el que abriese oficialmente la velada que dio en celebración del Centenario de Bolívar. Escribí una oda, que, según lo que vagamente recuerdo, era bella, clásica, correcta, muy distinta, naturalmente, a toda mi producción en tiempos posteriores.
Aquí se produce en mi memoria una bruma que me impide todo recuerdo. Sólo sé que perdí el apoyo gubernamental. Que anduve a la diabla con mis amigos bohemios y que me enamoré ligera y líricamente de una muchacha que se llamaba Refugio, a la cual escribí, en cierta ocasión, esta inefable cuarteta, que tuvo desde luego alguna romántica recompensa:
Las que se llaman Fidelias
deben tener mucha fe;
tú, que te llamas Refugio,
Refugio, refúgiame.
Era una chica de catorce años, tímida y sonriente, gordita y sonrosada como una fruta. El caso fue simplemente poético y sin trascendencias. Poco tiempo después volví a mi tierra.
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