viernes, mayo 28, 2021

La libertad de expresión ciudadana en “manos privadas”

 Por Guillermo Mejía

Las grandes compañías dueñas de las plataformas sociales digitales como Facebook, Google y Twitter, entre otras, han pasado a controlar el ejercicio de la libertad de expresión de los ciudadanos, ya que siendo entidades privadas han creado regulaciones sobre lo que es publicable o no, más allá del papel del Estado y la presencia de organizaciones de la sociedad civil.

Las advertencias las hacen los académicos argentinos Martín Becerra y Silvio Waisbord en su artículo “La necesidad de repensar la ortodoxia de la libertad de expresión en la comunicación digital”, publicado en Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales, Vol. 60, número 232, correspondiente a mayo de 2021, en Buenos Aires.

Basados en la experiencia del flujo de informaciones y opiniones durante la pandemia Covid-19, entre otros eventos, los especialistas afirman que “varias decisiones de las plataformas dominantes generaron enormes controversias sobre su posición descollante y la atribución de ser las grandes editoras del discurso público”.

Recuerdan la decisión de Twitter de remover “posteos” del presidente Jair Bolsonaro, de Brasil, y suspender las cuentas de funcionarios del ministerio de Salud Pública, de Venezuela, y la Revista Crisis, de Ecuador. Además, de Facebook, de ocultar mensajes de Bolsonaro o silenciar a periodistas y activistas de Túnez.

La censura al ex presidente estadounidense Donald Trump hace un año y posteriormente en el marco de las elecciones que ganó el actual mandatario Joe Biden fueron los momentos más críticos del accionar de las plataformas sociales digitales que, en el último caso, también fueron acompañadas por canales de televisión abierta ante las denuncias de fraude electoral.

“Los ejemplos previos –y el posterior bloqueo a Trump en las vísperas del fin de su mandato– dejan a las claras que las compañías actúan de hecho como reguladoras del discurso público según, en principio, lineamientos de conducta corporativos”, advierten los académicos argentinos.

“Son decisiones problemáticas por varias razones. Una de ellas es su discrecionalidad, en tanto que no son aplicadas estandarizada o sistemáticamente en todos los casos cuando determinados “posteos” van contra sus propias reglas. Los casos mencionados no son los únicos en los que supuestamente gobiernos o medios de información producen contenidos contrarios a los términos y condiciones de cada plataforma”, agregan.

Por si fuera poco, las decisiones de las plataformas sociales digitales son opacas, ya que no suelen explicar las razones que tienen para aplicar la censura o intentan involucrar a varios actores públicos en la definición de áreas problemáticas de discurso y respuestas necesarias. Gozan de una enorme autonomía frente al Estado, sociedad civil y otros actores.

Nos dicen Becerra y Waisbord que “los objetos y prácticas que tenían como referencia directa los trabajos señeros sobre libertad de expresión, de los que las leyes del siglo XIX hasta mediados del siglo XX fueron su representación normativa, ya no funcionan como antaño ni vehiculizan la mayor parte de los intercambios de noticias y opiniones en las sociedades contemporáneas”.

“Nuevas prácticas, masivas y globales, colocan los estándares sobre libertad de expresión en una zona de incomodidad para satisfacer con respuestas claras y expeditas a problemas de reciente aparición: la discriminación y el acoso sistemático de trolls contra una persona o grupo de personas en plataformas digitales puede acabar con su reputación y amenazar su vida misma antes de que se sustancie el correspondiente trámite judicial que demandaría la lógica pensada en tiempos en los que la prensa, la radio y la televisión contaban con responsabilidad editorial sobre sus emisiones y rutinas productivas que hoy parecen parsimoniosas en comparación con el vértigo de las redes”, añaden.

En ese marco, según los autores, la libertad de expresión asentada en principios del liberalismo moderno, especialmente la noción del “mercado de ideas” como principio rector, es insuficiente para definir lo que entendemos como “comunicación democrática” de acuerdo al paradigma universalista sobre el derecho a la expresión cristalizado por la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y los estándares que, desde entonces, fueron instituidos en el mundo.

“La maximización de la expresión de una voz más poderosa –ya sea el Estado o el mercado– que limita la intervención de cualquier actor produce fenómenos contrademocráticos que atentan contra derechos humanos fundamentales para la vida pública, como el derecho a la vida, la no discriminación, la privacidad, y la protección de datos. La versión maximalista, que rechaza cualquier tipo de regulación o cortapisa a la presunta absoluta libertad individual de expresión en su dimensión individual, entra en cortocircuito con otros derechos fundamentales para la democracia desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial”, agregan.

Frente a los desafíos de ese control de hecho de las corporaciones que dominan las plataformas sociales digitales, Becerra y Waisbord concluyen:

“Si reconocemos que tanto el discurso del odio como otras formas de expresión contrarias a una comunicación democrática, como la desinformación y el acoso digital son ingobernables, no queda claro cuáles son las posibles intervenciones sociales y opciones regulatorias. ¿Cómo regular lo aparentemente imposible de regular? ¿Qué hacer frente al discurso violento destinado a negar la humanidad de otros, eliminar reglas básicas de la comunicación en democracia y socavar las bases de lo público? ¿Cómo proteger al mismo tiempo el derecho a la expresión y los derechos múltiples que las democracias deben garantizar a la ciudadanía?”

“Estos interrogantes son medulares en la estructuración del espacio público (y en el reposicionamiento del espacio privado) de comunicación y, por ello, la vocación democrática del proceso elegido para la búsqueda de respuestas condicionará no solo su posterior eficacia, sino su legitimidad. Dejar en manos de unas pocas corporaciones esta tarea, por el contrario, le restará ambos atributos, con los efectos ya conocidos y padecidos en materia de derechos civiles y políticos”.

Desde nuestra región, el problema no trasciende a la discusión pública por parte de los políticos o las organizaciones de la sociedad civil, muchos de ellos impresionados –o más bien fascinados- con el acceso a las redes sociales para exponer sus puntos de vista frente al concierto de opiniones diversas sobre infinidad de tópicos.

Mucho menos se ve con preocupación en la ciudadanía, ya que parece ser que se han tragado la píldora que con esos mecanismos de las nuevas tecnologías de la información y comunicación realmente se puede hablar de la “democratización” de la sociedad, ante la cual tienen una gran deuda los medios de comunicación tradicionales por las barreras que imponen.

Y, por supuesto, mucho menos se escucha un discurso crítico frente a esa intervención desproporcionada de las compañías trasnacionales por parte de gobernantes de turno, como el presidente salvadoreño Nayib Bukele, que se muestra cómodo en ese espacio virtual desde donde “postea” cualquier información, comentario o desinformación.

Al contrario, en septiembre de 2019, Bukele habló en las Naciones Unidas sobre las redes y las nuevas tecnologías, también de lo obsoleto del formato de la reunión y se tomó una selfi: “Créanme, muchas más personas verán esta selfi que las que escucharán este discurso… espero que haya salido bien”, dijo. Hace falta más visión crítica sobre el fenómeno.

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