martes, julio 17, 2012

Dos piezas periodísticas de los años de post guerra

Por Guillermo Mejía

Para oxigenar un tanto el ambiente me permito en esta ocasión presentarles dos piezas de la post guerra salvadoreña –para ser más exactos de 1994- que nos dan luces sobre lo que vino luego de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, en México, entre el gobierno de turno y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln).

En primer lugar, está una crónica elaborada con ocasión de las denominadas “elecciones del siglo”, del mes de marzo, donde creí conveniente palpar el sentir y pensar de las prostitutas como parte marginada de esta sociedad. La cuestión es que en esos comicios participaba por primera vez el partido de izquierda Fmln que se coaligó con otros sectores bajo la figura de Rubén Zamora que perdió las elecciones frente al arenero Armando Calderón Sol.

En segundo lugar, está otra crónica hecha alrededor de un asalto armado en un restaurante capitalino donde degustábamos varios periodistas, el 31 de diciembre de 1993, que presenté a los lectores en febrero de 1994. En esos años, dentro de la post guerra, vimos cómo se propagó la delincuencia, mucha de la cual como producto de la desmovilización de las fuerzas militares que se enfrentaron en la guerra civil de 12 años.

A continuación los textos:

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Lamentos de prostitutas: Donde los políticos ni prometen

Por Guillermo Mejía

De las calles mugrientas, controladas por el lumpen-proletariado, se divisan los caserones descoloridos en vías de extinción. Los barrotes sirven de marco a las mujeres que ofrecen instantes de amor a precios bajos. Por si las moscas echan doble llave.

Es la famosa Calle Celis, y aus accesos a la Calle Concepción y Avenida Independencia. También la reconocida cuesta del Palo Verde y las entrañas de las antiguas barriadas de San Esteban y Modelo.

Allí el engaño y el desprecio avivan el trueque carnal en burdeles y cafetines de mala muerte. La música de Los Bukis, Los temerarios y Bronco –la fiebre del tex-mex- enciende a la masa despechada.

Al intercambio de fluidos, prendas y dinero se une la posibilidad de algún bochinche.

Para los puritanos son encuentros de indeseables, envases de espirochetas y virus. Adentro insalubridad, desnutrición marginalidad y desesperanza.

En ese hábitat subsiste Sonia, nombre de batalla de una madre soltera, una de tantas ciudadanas que debió ejercer su derecho al sufragio el 20 de marzo.

Pero las llamadas “elecciones del siglo” no le cambiaron los ánimos: “Yo no creo en nadie porque a mí nunca me han dado nada, nunca he recibido ni tan siquiera una camiseta”, afirma.

Simpática. Consigue en uno de los cafetines, donde sus pequeños hijos deben esperar cuando llega algún cliente. El más pequeño llora cuando su madre se mete en uno de los cuartitos pestilentes, provistos de catre. “Ni modo papito…”

-¿Cómo ves a los polítiucos?
-Prometen cualquier cosa, pero cuando ganan se les olvida –señala.

Sin embargo, encuentra algunos matices entre Armando Calderón Sol, Fidel Chávez Mena y Rubén Zamora, principales figuras.

“Yo he escuchado decir a mucha gente de la mara que Arena es de los que más ha mentido y, por ejemplo, los mariguaneros lo que menos quieren es a Calderón Sol, porque sólo habla de echar a la policía”.

De ahí, Chávez Mena “no ha propuesto nada y yo no lo conozco ni en persona”, mientras a Zamora “también habla de que va a cumplir, pero quién sabe…”.

-¿Qué esperas del nuevo gobierno?
-De qué sirve que te lo diga. Si ni me lo van a dar –precisa.

Es obvio. Ni la izquierda ni la derecha aparecieron por esos lugares. En las paredes de los lupanares y las aceras no se encuentra ningún afiche de los partidos. Mucho menos repartieron cachuchas, camisetas, llaveros o calendarios.

“Es como si no existiéramos”, denuncia Maritza, de mediana edad y con marido bajo su responsabilidad. “Para ellos existimos sólo cuando se jodernos se trata”.

Sus compañías son otras: alrededor de los tragos y las cervezas se encuentran los sedientos de sexo rápido, ya sea de paso o que pertenezcan a alguna de las maras que ejercen su poder en esas áreas.

Los huele-pega son otro ingrediente, aunque menos deleitante para las niñas. En cualquier esquina, o en cada tramo, aparecen, bote en mano, inhalando hasta el fin. Los menos agresivos andan en el espacio y los más calientes previenen con el cuchillo. “Y qué, pues, me vale man, yo estoy en mi onda”.

Para Maritza, que tiene dos hijas, “al fin de cuentas si yo no puteo no como, aunque vote por ley. Entonces, por mí que gane cualquier gente, incluso todos los partidos, para que nadie pelee, si no vamos a tener un desvergue en este país”.

Tiene reservas hacia la izquierda y Arena no le simpatiza, pues “Calderón Sol siempre nos lanzó a los cuilios cuando estuvo en la alcaldía”. Y sigue igual. “Por cualquier cosa nos está capturando la Municipal y cada vez nos cuesta 150 colones la salida, eso es injusto si todos tenemos derecho al trabajo. Para mí, con el hijo de Duarte tendríamos más chance, porque cuando estuvo el papá nos entregaban un recibo y no nos llevaban presas”.

Empero, no está segura que la situación cambie: “Realmente lo que nos falta es más trabajo y para nosotras, en particular, que no nos moleste la Municipal y que mejor promuevan el recibo que te digo”.

Otra de las niñas es Johanna, 24 años, quien es acompañada en sus labores por su pequeño hijo catarroso. Esa chica mira que “todos los políticos se presentan buena onda, pero lo que falta es que cumplan. Yo veo tranquilo a Calderón Sol, pero en la alcaldía nunca me gustó”, asegura. “Veo estricto a Zamora, es más me gustó que celebraran el Día de la Mujer en la plaza. Los ricos no lo hicieron en la calle”.

Pero, y sobre todo, “de Zamora me gustan los chistes que se ha aventado en la radio, se identifica con la gente, por ejemplo: lo del niño cabezón que dice la mamá que su vida fue arena que el viento se llevó. Puta, dije yo, qué yuca está esa onda, pero luego me di cuenta que era propaganda electoral”. Pese a ello, “no lo conozco ni quiero conocerlo…”.

No puede perder el tiempo. Pasa con los clientes, hace limpieza, prepara la comida y atiende a una de las veteranas del oficio que aparece en la sala bebiéndose una gaseosa.

La doña no quiere decir nada, prefiere que le regalen un cigarro.

-Johanna, ¿qué espera del nuevo gobierno?
-Que no vuelva el desmadre y que haya lugar para que la gente se supere. Que tengan más escuelas y centros de salud. Que realmente cambiemos. A nosotras que ya no nos zumben la papaya con los 150 pesos de multa, ni que los cuilios se aprovechen y quieran algo más, porque ni nos gustan.

El tránsito por los burdeles se intensifica. La majada entró en calor y las niñas están listas para satisfacer la demanda.

Los cuartuchos están con pasador y hay personas esperando. No importa que las sodas estén tibias. “Mirá esa pecosa, loco, ummmm”.

-Si me buscan salgo al rato, vos –se oye.
-Chévere. ¿Y usted no quiere un retozón? Aproveche –convidan. (FIN)

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Crónica Urbana: El Asalto

Por Guillermo Mejía

Otra ronda de vasos de cerveza es servida (el disonante soy yo que pido una coca-cola). Los pescados fritos, acompañados de tortillas acabadas de salir del comal, son enviados en seguida para boquear.

Cuando menos hay treinta parroquianos. Los periodistas nos concentramos en la parte posterior del merendero y nuestra conversación se vuelve hacia los políticos de cara a las elecciones de marzo.

“Y los delincuentes”, dice uno de los colegas. “Felices”, contesta el coro (realmente decía cosas más fuertes) en referencia al partido de la promesa de 10 mil nuevos agentes de seguridad pública.

Días antes, en el mismo lugar de la Colonia Miramonte, en San Salvador, se encontraban cuatro dirigentes del PDC que miraba de reojo cuando el estribillo se cambiaba a “y los delincuentes”, luego venía el coro: “Chupando”.

Había, pues, un precedente inmediato.

A la par de la vacilada sigue el consumo y llega más gente; desfilan niños, jóvenes, viejos, aunque las sopas, las costillas, los pollitos y las carnitas no aparecen.

El único plato exquisito, dice uno de los periodistas, lo representan algunas chavas –pelos dorados, a la fuerza, y joyas relucientes- que no entienden de acceso al prójimo. Y no es para menos, llevan prendidos de sus caderas a “niños bien” de cara fruncida, como si experimentaran algún mal olor a su paso.

Una hora esperando y pienso que sería mejor irme a casa –me queda a tan sólo 10 minutos a pie-, donde no aguanto hambre. Pero pueden más los colegas, especialmente un 31 de diciembre que se torna buen pretexto pasa casaquear un rato.

Entre ellos se encuentra uno de mis hermanos, quien no resiste la mínima intención de mi retiro y arremete con una mirada que de seguro significa “estás de antisocial”. Pido otra coca y sigo esperando.

De repente se inicia el relajo desde la parte principal de la vivienda; yo no entiendo de qué se trata y al ver a la gente correr hacia el grupo me lanzo al piso.

“Es un asalto”, intimida un sujeto cara de cubierta con un gorro navarone, vestimenta militar y protegido con un fusil M-16; atrás asoma otro, de similares características, pero con una escuadra dispuesta a vomitar plomo.

Gritos, llanto y golpes se oyen desde los otros recovecos. “Hoy sí, nos jodieron”, digo. “Tranquilo, loco –responde otro de mis amigos-, ya va a pasar el desmadre…”.

Claro, él estima eso, pero para mí es una tranquilidad de desesperado, como dice Rubén Blades, y decido buscar refugio detrás de una palmera de coco (donde supongo que algunos tiros podrían rebotar).

“Si colaboran todo va a salir bien”, advierte el jefe del comando. “Si tienen armas pónganlas sobre la mesa, porque si las encontramos…”.

El otro sujeto, inquieto y con la escuadra apuntando hacia los presentes, exige que todos vayan hacia la pared. “Vos salí de allí y rápido”, me ordena.

En mis adentros digo nuevamente: “Hoy sí, nos jodieron”.

Uno de los asaltantes toma el radio Motorota, que utiliza uno de los periodistas, y dice: “¿Y esto?”. Sentí otro “aguevón”. Una revista de hechos se me vino encima, de todo un poco, y pensé que al mediodía del 29 de diciembre había visto a una chamaca muy especial para mí.

“Es de una empresa”, sale al paso el colega. El susodicho le da una mirada al aparato y afirma: “De veras esto no sirve”. “Uf”, respondemos en coro.

Al porte militar y a la maniobra que hicieron para controlar la situación –estamos cerca de 30 personas-, el típico asalto armado, se une que estos mañosos sí saben de radiocomunicaciones, o sea no son “cinco de yuca”.

Caminamos hacia la pared. Temor, ganas de contestar (aunque es absurdo), impotencia; cercados por el grupo de individuos violentos y sin saber de dónde provienen, salvo las especulaciones.

Definitivamente hay que colaborar, pues ellos son siete, uniformados de militar, y además cuentan con escopetas, M-16 recortados, inclusive se dice que tienen una M-60 apostada a la entrada del merendero.

Es una violencia diferente a la que experimentamos durante nuestro trabajo en el marco de la guerra pasada, pese a los sacrificios y a las víctimas que aportamos en nuestra misión de comunicadores sociales. Lo más fregado es no saber de dónde provienen, aun con los indicios que muestran.

“¿Qué escondés allí? Sacáte los bolsillos del short”, le dice uno de los asaltantes a mi hermano. Dinero, relojes, pulseras anillos, collares, todo va directo a una bolsa plástica.

Un padre de familia le dice a su hijo: “Es una película, hijito, ya va a terminar”. Pero el niño, de unos cinco años, responde” “¡Película! No, papi, es de verdad…”.

Las chicas guapitas lloran a moco tendido. Sus chicos, que entraron fanfarroneando, son presa del pánico, los cachetes les tiemblan y no pueden sacar la voz.

Uno de ellos quiere ir al rescate de su amor, pero en esas condiciones es muy arriesgado. “Calmáte, man, a tu chava no le va a pasar nada y te pueden meter un cachimbazo”, le advertimos. El tipo, que de chapudo pasó a tener color de papel periódico, entiende.

“No nos vayan a hacer nada, ya colaboramos”, se queja otra de las víctimas. “Eso queremos, vayan dejando todo”, expresan.

El reloj de una jovencita pone a pelear a dos asaltantes: uno dice que se lo quite y el otro que no lo haga. Al final –“vale la pena, quitátelo-, la niña, enmudecida, lo entrega.

“Bueno, señores, gracias por haber colaborado y pasen feliz año nuevo…”, se despide el jefe de la pandilla.

“Feliz año, primo…”, contesta unos de los chicos-bien casi llorando.

“Feliz año su madre, cerotes…”, añade en voz baja otro de mis compañeros. Yo le recrimino de inmediato: “Calláte, no te vaya a oír y nos chinguen el 31 de diciembre”.

Aquí no ha pasado nada, no ha pasado nada, afirman algunos presentes. De pronto aparece en el tejado uno de mis cheros, quien se escondió y se echó todo desde arriba. “Ya se fueron”, manifiesta en medio de una sonrisa. Asegura que “fueron exactamente quince minutos de atraco, bien contaditos”.

Según él, acaba de cometer una gran hazaña al salvar su cadena y el par de pesos que andaba: “Vos sí que también nos ibas a joder el 31 de diciembre”, reclama otro de los periodistas.

Quizás ha visto mucha película gringa. “No, no, al contrario, después de la guerra he quedado traumado. Mi respuesta es normal a una situación anormal”, alega, parafraseando al asesinado jesuita Ignacio Martín-Baró.

En la puerta, uno de los asistentes grita: “Señores, gracias a Dios no nos ha pasado nada, así que sigamos chupando”. Mucho esfuerzo hizo, el pobre va directo al baño a vomitar sin control.

Tomo un cigarrillo, uno de los chicos-bien me regala un fósforo y pregunta: “¿Verdad que todo está bien, hermano?”. Le contesto: “Tan bien que hasta nos robaron los encendedores…”.

Vamos saliendo. Los abrazos adelantados de feliz año nuevo caen requetebién a esas horas de la tarde, cerca de las 3:00 p.m.

El minusválido que cuida los vehículos afuera asegura que los individuos se lo llevaron “chineado” hacia adentro, para que “no les pusiera el dedo”. La interrogante es: ¿con quién?, si los mismos asaltantes –que andaban en dos carros polarizados y armados hasta los dientes- parecen elementos de seguridad.

Realmente, se fueron “felices” y aunque ese candidato proponga 10 mil nuevos agentes le resultará difícil ante un problema potenciado por la impunidad.

Un borrachito refuerza la tesis: “Si envía 10 mil policías yo me propongo enviarle 80 mil ladrones, para demostrarle a los políticos que son pajeros. Al ocho por uno, una cifra más bajita que el cambio del dólar”. (FIN)













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