Demagogia y mezquindad
Por Guillermo Mejía
En el estire y afloja entre el presidente Mauricio Funes y la empresa privada frente a la tibia reforma a la Ley del Impuesto sobre la Renta sería oportuno que la ciudadanía vislumbrara su significado concreto de cara a la demagogia política y la mezquindad tan profundamente arraigadas en la sociedad salvadoreña.
El gobierno advirtió que no se trata de un nuevo impuesto, sino es “apenas una reforma que busca alcanzar una mayor sostenibilidad fiscal, equilibrar las finanzas del Estado a las condiciones actuales de la economía, garantizar la estabilidad macroeconómica, promover la generación de empleo” e impulsar el crecimiento.
En definitiva, es la lógica del actual gobierno salvadoreño, ya que de todos es conocida la forma cuidadosa con que trata sus relaciones con la empresa privada, a la cual le ha dejado pasar cantidad de malas prácticas en su relación con sus empleados y consumidores, así como la infinidad de prebendas de las que goza.
No por gusto, desde sectores ciudadanos y organizados se han hecho sentir las denuncias y demandas sobre incumplimientos legales, arbitrariedades manifiestas y la escasa o nula respuesta de los grandes empresarios a mostrarse solidarios frente a la crisis económica mundial generada por la voracidad financiera.
Según la reforma propuesta a los diputados, los trabajadores con un salario hasta de $503 al mes quedan exentos de pagar renta, mientras los que ganan entre esa cantidad y $2,079 cancelarán lo mismo que hasta ahora. Del último monto a $6,200 pagarán $10.90 más por mes de lo que tributan.
El descontento está en los que ganan más de $6,200 mensuales –que suman 3,657 contribuyentes- que tendrán un incremento del 25 al 30 por ciento en el impuesto. Además, el 30 por ciento se aplicará a 15,797 empresas y alcanzará a unos 1,200 grandes contribuyentes con ganancias por arriba de los $2 millones.
La Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP) se quejó de inmediato de “el excesivo uso del poder del Estado para confundir a la opinión pública” y, en particular, que el gobierno ha sido ineficiente en sus obligaciones en seguridad, educación y en salud, pese a la contratación de miles de empleados públicos.
En ese sentido, denunció que todas las empresas, hasta las más pequeñas, pagarán el aumento del 25 al 30 por ciento del impuesto “por lo que sí afecta a la clase media”, aunque el gobierno aduce lo contrario, además de que aseguró la ANEP que se tendrán dos nuevos impuestos.
Por último, advirtió que las disposiciones afectarán las fuentes de empleo, pues eso “quita liquidez a todas las empresas limitando la posibilidad de más desarrollo”, de ahí que pidió a los diputados que analicen la propuesta ante el impacto sobre “la calidad de vida y el empleo de los salvadoreños”.
Ante eso, encontramos los ciudadanos que se cumple el guión de ese estilo de política demagógica que –muy lamentablemente- ha entrado en el imaginario colectivo, así como la respuesta mezquina de quienes moral y legalmente tienen que contribuir como se debe por gozar de mayores privilegios.
Hasta la Iglesia Católica conservadora apeló el fin de semana a que los que “ganan más que paguen más” en esta sociedad sin control de parte del Estado sobre los niveles de enriquecimiento que se consideran lícitos, como tiene que ser en una sociedad democrática. La miseria no se puede esconder con discursos.
Como bien escribió el pensador brasileño Frei Betto en América Latina “la riqueza está demasiado concentrada en manos de una minoría de la población, los más ricos”. En especial, existe una “estructura fiscal injusta” donde “los más pobres pagan, proporcionalmente, más impuestos que los más ricos”. ¿Cuál control?
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